Puede parecer una tontería; seguramente lo sea, y sin embargo significa mucho para el nuevo dueño de un edificio en ruinas hacer un primer cambio, una primera intervención, porque marca un punto de inflexión. Dando por hecho que se han reforzado los muros que estaban peor y el tejado, asumimos que la casa ya no se cae y que va a ser una apuesta de futuro en la que iremos dejando nuestra huella hasta convertirla en lo que queríamos que fuese. Pero sigue sin ser una casa. El estado es malísimo, el dinero se agota y queda tanto por hacer que es muy difícil imaginar cómo podemos revertir todo eso y transformarlo en el lugar donde queremos vivir hasta el final de nuestros días.
Dando por hecho que todo está destrozado pensé que podía empezar por la puerta… Por una de las cuatro puertas que tiene ese establo, que son la principal, hacia el sur, la de la fachada norte, que en el futuro será el paso al parking, la de la fachada este, mucho más pequeña que las demás, que seguramente acabaremos condenando y el paso al túnel de aislamiento de la humedad al oeste. Con un tejado en condiciones ya no volverá a caer agua de lluvia dentro y podremos guardar nuestros primeros objetos; de momento una caja de herramientas de plástico que compré en Oviedo. La caja está ahora medio vacía y contiene lo más básico. No hemos guardado nada de un valor especial porque cualquiera podría entrar y robarla.
Sin casi herramientas ni materiales decidí que podría aprovechar la visita a Asturias para desmontar la puerta principal, de buena madera que, lamentablemente se caía a pedazos después de tantos años de uso. Saqué ambas hojas de los goznes y busqué herrajes nuevos por Lugo y Ribadeo. Compré tornillos, aceite, un cerrojo sencillo y un mecanismo para atrancarla al suelo. No pretendía hacer una gran inversión; me hice con los tableros más baratos que encontré, de madera de pino sin tratar, los cargué en la furgoneta y los estuvimos ensamblando después de insistir mucho a martillazos y con la lima, pues los goznes originales eran bastante más anchos que los quicios más grandes que pudimos conseguir.
Llegué a pensar que no íbamos a poder terminar ni siquiera eso tan simple. Luego hubo suerte, logramos hacerlos encajar, atornillamos las maderas, instalamos los cierres y la dejamos puesta. Obviamente, si alguien quiere forzarla lo va a tener muy fácil; la intención es simplemente disuasoria, pero sobre todo es el efecto estético el que buscaba.
¿De qué sirve esa puerta? De momento de nada, porque no hay nada que tape las otras tres. En los siguientes viajes habrá que comprar más madera para cerrar el paso y dejar la que hemos colocado como la principal, con un candado o una cerradura barata hasta que podamos seguir las obras en serio. No vamos a impedir que entren los ratones ni los amigos de lo ajeno, pero al menos sabremos si alguien lo ha hecho y podremos guardar cuatro cosas prescindibles para no tener que cargar con ellas en cada viaje. La casa sigue dando impresión de abandono, aunque menos, porque la sensación que me dio cuando la vimos en vivo por última vez es que algo había cambiado y sólo eso ya hizo que el esfuerzo hubiera merecido la pena.